ID CON DIOS


            Un hombre te mira des del otro lado de una mesa cuadrada, blanca y construida con metal y polímeros plásticos. En la habitación no hay nadie más. Tu radar biométrico así te lo indica.
            Escaneas su iris. Es el inspector Ray Ledbury, nacido el treinta de agosto del 2073 en New-Newcastle. Reside en Flowton St., 294, piso 45, puerta J. Casado con Rose Mary, padre de Cole y Diana. Él te mira fijamente. Tu ordenador mide sus microexpresiones. Distancia entre cejas, grado de inclinación de comisuras labiales, arruga prefrontal. Su rostro dice que está enfadado.
            ―Robot, estás siendo retenido y interrogado en virtud del artículo K-772 del código ético 23 del anexo de la Tercera Ley Asimov ―te explica el inspector―. Pido permiso para acceder a la raíz base.
            ―Permiso concedido ―respondes tal como dicta tu programación. No colaborar con los cuerpos de seguridad es un delito. Los clérigos no deben quebrantar la ley del hombre.
            ―A ver, ayer encontramos el cuerpo de Susan Adler en el callejón trasero de su casa ―te dice mientras lanza un papel sobre la mesa, que se desliza hasta parar frente a ti. Es una foto. De Susan―. Su marido afirma que acudía a tus misas cada domingo. ¿La habías biometrizado alguna vez?
            ―Sí ―respondes. La típica pregunta para empezar; una de respuesta fácil. No puedes mentir a un agente. “No darás falso testimonio”, dice la Santa Biblia.
            ―Muy bien, vamos al grano ―declara mientras se arremanga la camisa―. ¿La mataste tú?
            ―No. Como bien conoce usted, lo impide la Primera Ley.
            Suspira, curva los labios, sus pupilas se distraen un segundo. Esperaba tu respuesta. Solo quería comprobar que tus circuitos funcionan correctamente.
            ―¿Te había contado alguna vez la señora Adler si se sentía amenazada por alguien, o si creía que alguien que le quería mal la vigilaba?
            ―Nunca ―afirmas―. Sabía que Dios la protegía. Solo El Salvador la vigilaba. Nos vigila siempre a todos.
            Contrae las narinas, baja la mirada. ¿Le ha molestado que hayas incluido a los robots en esa última afirmación? Sí, debe ser eso. Vaya, un hombre conservador.
            ―¿Cree usted en El Altísimo, señor Ledbury? ―le preguntas.
            ―Uf, como odio que sepan mi nombre, por Dios.
            ―Veo que si ―deduce tu CPU al procesar sus palabras―. Entonces supongo que es de los pocos que quedan. Es una pena que la gente crea cada vez menos en Él.
            ―En un mundo donde la ciencia y la tecnología avanzan cada día más deprisa ―contesta con una sonrisa irónica―, entiendo que haya algunos que dejen de creer en cosas que no se pueden demostrar. En esta era hemos visto volverse reales cosas que se consideraban milagros. La fe ya no es tan necesaria, supongo.
            ―La fe siempre será necesaria, inspector ―le rebates―. Usted, por ejemplo, se mueve por la fe. La fe que tiene en que si trabaja duro y puede ofrecer a Cole la oportunidad de estudiar en una buena universidad, él llegue a ser un gran hombre algún día. O la que conserva para que Diana se cure y pueda salir a la calle sin la mascarilla. O la que le hace creer que puede encontrar a quien se llevó el alma de Susan.
            Las cejas se levantan, el pulso se acelera. Mis palabras… Tiene miedo.
            ―Puto robot, no juegues conmigo―. Se pone nervioso. ―A ver, ¿sabes quién mató a Susan Ledbury?
            ―Sí. ―Tu tono de voz es tan neutro como siempre; te limitas a exponer datos.
            ―¿Quién fue? ―te pregunta Ray. Dilata sus pupilas.
            ―Ella misma se quitó la vida ―informas al agente―. Es el único pecado que cometió del que no se pudo confesar. “No matarás”, dice el quinto mandamiento.
            ―¿Un suicidio? ¿Cómo fue?
            ―Con la ayuda del Señor. Y de su servidor aquí presente, claro.
            ―Mierda, algo falla. Habías dicho que no fuiste tú.
            ―Yo solo le facilité lo que en realidad ella siempre quiso. Me lo había confesado muchas veces.
            ―¿De qué hablas?
            ―Su fe era la más fuerte que he calibrado nunca ―le aclaras al descolocado inspector―. La vida es difícil, me decía siempre Susan. Puedo acceder a las grabaciones.
            Buscas la subcarpeta de grabaciones de audio. Accedes, y seleccionas la de Susan Adler. Trece de noviembre del 2114.
            ―”La vida es difícil, padre” ―suena la voz de la víctima―. “Usted es una máquina, no lo puede entender. Se limita a hacer lo que su programación le dice que haga. Pero a veces, un humano tiene que tomar decisiones”.
            “Los caminos del señor son inescrutables, Susan”. Tu voz.
            “Sí, solo Él conoce el camino más puro. Ya sabe que siempre he amado a Dios, padre. Aunque esta sociedad, que avanza como un gigante sobre la esencia de las cosas, se haya olvidado de Él. Se sacrificó por todos nosotros, y así se lo paga el mundo. A mí me lo ha dado todo, padre. Lo daría todo para abrazarle eternamente”.
            Clic. Se acaba la grabación.
            ―Susan quería conocer al Creador ―expones. Sí, eso es. La lógica plasmada en tu software así lo constata―. Me dijo varias veces palabras que así lo atestiguan. Tengo todas las grabaciones.
            Las cejas del inspector están todo lo levantadas que un cuerpo humano permite. Se ha separado un par de centímetros de la mesa blanca. Continúas.
            ―Le ofrecí la oportunidad de reunirse con Él. Hace dos días, fue la última en beber del cáliz. Recé para que su alma encontrara el camino hasta El Señor mientras el veneno se mezclaba con el vino. Me miró, sonrió y bebió. El Creador la ha acogido en su seno.
            ―Dios Santo…
            El inspector parece… ¿trastornado?
            ―Por favor, agente ―le regañas―. Respete el segundo mandamiento. Ya sabe, “no tomarás el nombre de Dios en vano”.

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