SUEÑO, LUEGO EXISTO
―¿Seguro que es aquí? ―le pregunto a mi padre al ver el edificio a través
de la ventana del coche.
―Sí, coño, seguro ―me responde. Vaya,
otro cambio de humor. ¿Se habrá pensado que volvía a cuestionar su memoria?
Con estos coches autónomos te puedes olvidar de conducir, y no te das
cuenta de a dónde vas hasta que has llegado.
―Cayram y Létor, han llegado a su destino.
Residencia cibernírica Bennu, calle J34, número 259 ―nos asegura el automóvil.
Primero salgo yo, luego ayudo a mi padre. Le cuesta levantar su propio peso.
Al entrar en la residencia no me asombra encontrar un robot detrás del
mostrador.
―Bienvenidos a la residencia onírica
Bennu. Soy Lucy, la recepcionista. Si vienen a ver a un familiar, esperen en la
salita. Si tiene cita, ponga el dedo índice sobre la pantalla, por favor.
Facilito mi huella dactilar tal como
me indica Lucy.
―Señor Cayram, tiene cita a las
nueve con el doctor Morfeus Trant. Y usted debe ser el señor Létor ―dice la
robot, girando la cabeza con un gesto antinatural. ―Avisaré al doctor.
Siento a mi padre en una silla. ¿Por
qué todos los centros sanitarios tienen paredes de cristal blanco y sillas de
acero? Entiendo que busquen transmitir una imagen de higiene, pero en un sitio
como éste, donde venden felicidad enlatada, debería haber espacio para los
colores.
Al poco tiempo llega el doctor
Morfeus, con su bata blanca y su pelo engominado.
―Un placer ―me dice mientras me da
la mano― Cuidaremos bien de su padre, se lo aseguro. Buenos días, señor Létor
―saluda a mi padre―. ¿Preparado para el gran día? Pero primero permítanme que
les enseñe las instalaciones. Por aquí, por favor.
Nos conduce por un pasillo, y entramos
en la zona de quirófanos. Siguiendo sus pasos nos paramos cerca de una cristalera
tras la cual unos cirujanos con batas azules se reúnen alrededor de un ordenador.
En la pantalla se ve una representación tridimensional de un cerebro. Cuando el
cirujano mueve una pequeña palanca, un brazo mecánico se mueve milimétricamente
en la parte delantera de la mesa.
―Como pueden ver, aquí realizamos
los implantes―nos aclara el doctor―. Es un procedimiento con mínimos riesgos y
muy buenos resultados. Disponemos de un personal humano y mecánico excelentes.
Sigamos adelante.
Cruzamos otra puerta y llegamos a
las habitaciones. El doctor nos invita a acercarnos a una ventana. En medio de
la sala hay una cúpula de cristal opaco, y dentro de ella el cuerpo desnudo de
un residente, cubierto de cables y tubos. En una pantalla hay un montón de números
que supongo que constatan que el hombre sigue vivo. Un conducto le sale de la
boca.
―Los residentes son alimentados con
nuestro preparado alimenticio, administrado por sonda orogástrica ―explica el
doctor―. Controlamos las constantes vitales, y los residuos corporales son
procesados según la normativa. Como ya sabrán, se trata de mantener al mínimo
el gasto energético somático para poder dedicar esa bioenergía al mantenimiento
de la mente. Así conseguimos alargar su vida cerebral. Todo un logro, ¿verdad
Létor?
―Lo que quiero es conectarme ya
―suelta papá. Le tiemblan las rodillas, pobre. Seguro que está cansado de tanto
andar.
―En seguida le toca ―responde
Morfeus―. Fíjense, el turno de higienización―. Nos señala con el dedo el robot
sanitario que acaba de entrar en la habitación. La cúpula se abre con un
zumbido, y el robot empieza a lavar al residente con una esponja.
―Se realizan cinco turnos al día ―comenta
el doctor―. Mantenemos el cuerpo en perfecto estado. Al fin y al cabo, es lo
que mantiene viva la mente.
Le pita el reloj.
―Bien, ya le toca. Por aquí, por
favor.
Nos llevan a una sala. Mi padre pone
su huella en el consentimiento. El doctor se despide, y nos deja con dos
enfermeras. Es el primer peor momento del día: la despedida. Abrazo a mi padre,
y me acuerdo del hombre que a veces me reñía, pero me compraba helados cuando
los pedía. Mis lágrimas caen sobre las estériles baldosas blancas.
Necesito oírlo otra vez.
―Es lo que quieres, ¿verdad?
―Sí, hijo. Quiero que mis últimos
días sean alegres ―declara con determinación.
Después del último beso se lo
llevan.
La operación es más corta de lo que
imaginaba. Mientras los cirujanos se quitan las batas, llevan a mi padre a su
habitación. Ya está dormido. No despertará nunca.
Me cuesta asimilarlo. Mientras me
dirijo a la sala de espera me friego los ojos, aún húmedos. El doctor Morfeus
me intercepta.
―Ahora lo están enchufando, y los
técnicos de software revisan el programa que su padre eligió. En unos minutos
podrá pasar.
Cuando su pulsera vuelve a sonar, el
doctor me acompaña hasta la estancia donde mi padre pasará sus últimos días.
“Esto no es vivir”, me digo al verlo dentro de la cúpula. Giro la cabeza,
esforzándome para no volver a llorar.
―Piense que su padre ahora es feliz
―me intenta animar el doctor―. El influjo onírico permanente es la mejor
solución, se lo aseguro. Odian verse atrapados en un cuerpo que les empieza a
fallar. ¿Quién no desearía pasar los últimos años de su vida viajando por el
mundo, o asistiendo a fiestas interminables? ¿Qué mejor final?
Este es el argumento al que me he
agarrado desde que Létor me dijo que quería ingresar en una residencia
cibernírica. Sin profundizar dudas, por miedo a encontrar una brecha por la que
mi ética pudiera colarse. Mi padre pasará el resto de su existencia encerrado
en una habitación, mientras un robot mantiene limpio su cuerpo. Soñará que es
atleta profesional, que gana todas las carreras y que se tira a una mujer
distinta cada noche. Su cerebro creerá que es real. Y así permanecerá hasta que
sus neuronas digan basta, y dejen paso al vacío. Pero para mí, mi padre ha
muerto hoy. La cúpula de cristal es su féretro. El cuerpo que quieren mantener vivo
ya no es el de mi padre. Mi padre ya no existe.
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